Ella necesitaba perderse, poner en orden todos los
pensamientos que durante tanto tiempo le habían estado rondando la cabeza.
Necesitaba escapar, sentir la brisa de la montaña colarse entre los agujeros de
su jersey. Necesitaba oler el perfume de las flores, acariciar las hojas de los
pinos, y tumbarse sobre la hierba. La cuidad la estaba ahogando.
Echaba de menos el chocolate caliente en las frías noches de
ventisca, y acurrucarse frente al fuego mientras su abuelita la peinaba. Todo
lo que le quedaba de aquellos recuerdos eran los perfumes con olor a rosas, el
chocolate “paladdin al minuto” y los radiadores.
Y así lo hizo. Dejó atrás todo aquello que le impedía volver
al lugar que ella consideraba su hogar. Aquella cabaña perdida en el monte,
donde sabía que alguien siempre la iba a estar esperando. Hizo su maleta y
compró el billete de tren. No necesitó avisar a nadie. Cuando la vieron salir
de su apartamento con aquella amplia sonrisa en la cara, todo el mundo supo a
dónde se dirigía.